martes, 11 de septiembre de 2007

EL KIOSCO

Las ocho de la mañana, es un tiempo de reunión y encuentro.
Se mezclan pacientes y facultativos donde la Nana.
Unos se presentan con la carga de atender a innumerables pacientes. Con el peso de las catarsis y desahogos de pacientes y sus inesperadas enfermedades que envuelven, en un pesado manto sus esperanzas de vida.

Algunos, con sus miradas perdidas y ancladas en el último paciente atendido en urgencia, miran la surtida, limpia y ordenada estantería que ofrece una serie de productos alimenticios o bebidas para calmar la sed y refrescar los labios secos.

Otros, con delantal de un riguroso blanco y con el ceño fruncido, demuestran la incomprensión de las personas que exigen rapidez, porque un familiar ingresó al recinto hospitalario pensando que es la única persona por atender.

También están aquellas que visten delantal blanco y de manos delicadas. Aquellas que, aparte de cumplir con su labor facultativa, hacen de madres, de consoladoras. Son las que suavizan con su presencia, un medio de estrés, tensión y constante exigencia frente a la vida.

Están los que se han realizado algún examen que les ha exigido prescindir del desayuno temprano. Sus rostros acusan el estómago vacío, la ansiedad, la incertidumbre. Ellos y, a su lado el infaltable familiar que es más impaciente, ansioso y exigente.
Esperan ser atendidos, silenciosos y un poco más distantes otros rostros. Los curtidos por el viento, el sol y el frío. Rostros que son acariciados por manos resecas y sufridas. Rostros que, llenos de paciencia, distancia y respeto denuncian el cálculo lento y sombrío si el papel o la moneda alcanzará para cubrir lo que su estómago demanda. Allí y así lo tienen: apretado en sus manos titubeantes.

Otros de miradas inocentes que, aún tienen las lágrimas colgando de sus mejillas por el miedo, el dolor y la experiencia traumática de haber sido atendidos por otra persona que no era su madre. Son los pequeños que asidos de la ropa de sus padres y envueltos en una improvisada y doblada frazada tiritan, no de frío, sino de impresión y susto.

Allí están los rostros, miradas y manos extendidas de clientes que, esperan ser atendidos con la misma urgencia.
Y las voces son distintas.
Sus timbres dicen lo que son, dicen su posición social, dicen su poder adquisitivo.
Las hay profundas, histéricas y ansiosas.
Las hay tímidas e inseguras.
Las hay respetuosas, cercanas y afectuosas.
No hay atenciones por niveles, por números o colores de tarjetas.
No hay ventanillas.
Todos ellos lo saben.
Saben que tienen que esperar por orden de llegada. Es algo establecido.

Es un rincón especial dentro de ese recinto hospitalario. Es otro tipo de atención.
Es una especie de oasis dentro de un recinto donde la vida y la muerte se encuentran, donde la esperanza y la desolación caminan por sus pasillos.
Es una especie de oasis el "donde la Nana" al cual se llega por distintos accesos de puertas y paredes cargadas de un olor penetrante y característico del lugar: Olor de hospital.
Es una especie de oasis porque allí no se pregunta:
¿Qué le duele? ¿Qué síntoma tiene? ¿De cuándo se siente así?.
Allí se pregunta: ¿Qué le sirvo?
Es una especie de oasis, donde los rostros se miran, se conocen.

Quienes están dentro de éste, atendiendo, saben distinguir los estados de ánimo, los gustos, las variedades y posibilidades de la ingesta de productos que tienen a la venta.
Saben leer los gestos, las miradas.
Saben porque ellos miran y conocen a las personas.
Algunos, de los que están afuera no.
Miran los productos.
Buscan qué cosa satisfará su necesidad básica para saciar su hambre, sed o frío..
Miran los precios.
No preguntan ¿Qué me puede servir?
Preguntan: ¿cuánto vale eso? ¿Qué tiene?


¿Entiendes lo que trato de decirte? - preguntó el anciano al adolescente que estaba a su lado, esperando y que miraba a las personas que rodeaban el casi octogonal kiosco.-
El adolescente, de unos catorce años, mirando a las personas que estaban sentadas en unas pequeñas mesas distribuidas ordenadamente alrededor del kiosco, se encogió de hombros queriendo decir con su gesto que, las observaciones de aquel septuagenario y desconocido anciano, no eran su preocupación.
Entre las personas que esperaban su turno de ser atendidas, estaba su tía que había venido por un examen.

¡Mira! - continuó el anciano.-
¡Mira las caras de las personas que atienden!
¡Míralas! - dijo apuntando son su gastado dedo de uñas negras - hacia el interior del kiosco.-
¡Deben haber llegado muy temprano para tener los sandwichs listos y el café caliente!
¡El otro día almorcé aquí! - continuó.-
¡Bien rica la comida! ¡Buena mano de la señora!
¡Buena! - insistió con vehemencia.-
¿En qué curso vas? - preguntó el anciano para romper el hielo y el silencio de su vecino de mesa.-
¡En ninguno! - contestó el adolescente.-
¿Cómo? - preguntó escandalizado el anciano.-
¿No vas al colegio?
¡No! ¡No me gusta estudiar! - contestó un tanto molesto el adolescente de pelo negro y tieso con una zapatilla a medio amarrar.
¡Prefiero trabajar! - continuó con cierta soltura e insolencia.-
¡Así tengo unas monedas para mi casa y los fines de semana! - dijo introduciendo una de sus manos al bolsillo, haciendo sonar unas monedas de cien y cincuenta pesos que portaba como para respaldar sus dichos.

El anciano volvió a la carga.
Pero, ¿Por qué no trabajas para estudiar?
Su compañero de espera, se encogió nuevamente de hombros y respondió con el silencio. Se puso de pie, al ver que un joven de su edad se dirigía al anciano con un vaso de café y un sandwich de jamón con palta.
¡Gracias hijo! - dijo al adolescente que le trajo su pedido. Si no fuera por la diabetes y mi pierna mala estaría allí como todos, parado y codeándome con los señores médicos pidiendo mi desayuno.
¿Cómo se ha sentido abuelito? - preguntó con una sonrisa el joven mientras le servía su desayuno.-
¡Aquí estamos no más pues joven! - respondió el anciano.-
¡Como las berenjenas! ¡Un paso pa´ delante y tres pa´tras´!
¡Oiga mijo´! - dijo el anciano mirando a su servidor.-
¿De quién es el kiosco? - preguntó.-
¿De la señora o del caballero ese? - dijo mirando en dirección del kiosco.-
Con una sonrisa llena de orgullo, le respondió el joven:
¡De mi papá y de mi mamá!.... bueno - continuó - también es mío o mejor dicho lo siento como mío.

Pero, ¡dígame! - continuó el anciano con tono de preocupación:
¿Usted estudia? ¿Va al colegio?
¡Por supuesto! - contestó el adolescente con una sonrisa en sus labios.-
¡Claro que sí!
¿No ve? ¿No ve? - preguntó el anciano, mirando al adolescente que se había vuelto a sentar a su lado y miraba en silencio lo que le habían servido al abuelo
¡Mire, este joven trabaja para estudiar!
¡Abuelo!
¡Perdone!
¡Tengo que volver para atender a las personas y ayudar a mi mamá! - dijo el adolescente.-
¿Cómo te llamas hijo? - preguntó interesado el anciano.-
¡Nicolás! ¡Nicolás, abuelo!

Mirando a su improvisado compañero de mesa, el anciano se volteó y le dijo en tono dulzón:
¿No ves? ¡Es posible trabajar para estudiar!
¡Aprende hijo!
¡Aprende! ¡Nunca es tarde!

Y, ¡usted abuelo! - dijo el adolescente un tanto molesto -
¿Qué es? ¿Qué hace? ¿Qué estudió? - preguntó mirando la pierna hinchada y vendada del anciano.-
Moviendo la cabeza y, con sus ojos cerrados, dijo con cierta vergüenza y tristeza:
¡Hijo! ¡Fui como tú! Y, ¡aquí me ves!.
Viejo, enfermo, solo y botado.
También me gustaba tener platita en el bolsillo.
Por eso dejé de estudiar e ir a la escuela - dijo con tono lastimero.-.
¡Y, aquí me ves! ¡Sin estudios y sin platita!.

Luego, apuntando hacia el kiosco con su improvisado bastón, comentó:
¡Esa señora y ese caballero me gustan mucho!.
¡Míralos! ¡Cuánto sacrificio!
Si yo los vi cuando comenzaron a parar el kiosquito.
¡Eran unas latas todas desarmadas!
El lugar era feo. ¡Mira! ¡Ahora lo tienen lindo y arregladito!
¡Empezaron de a poquito! Y ¡Míralos cómo están ahora!
¡Da gusto verlos! - exclamó mientras daba un sonoro sorbo al vaso de café.-
¡Fíjate! - continuó con su boca llena de pan.-
Si tú te lo propones, podrás ser igual que ellos.
¡No! ¡Mira y fíjate en ese jovencito que me trajo el desayuno!.
¡Claro! - continuó el anciano - él tiene una buena escuela si veo a sus padres trabajar y trabajar con la cara sonriente.
¡Tiene una buena escuela!
¡La escuela que tiene, son sus padres!

¿Quieres llegar a viejo así como yo? - le preguntó presionando una de sus zapatillas con su bastón.-
¡Mira a ese niño!
¡Míralo y aprende! - dijo limpiándose con un viejo pañuelo, las migas y restos de pan prendidos en su blanca y desordenada barba.

¡Aprende!
¡Será un buen remedio para tu alma!
Se incorporó, emitiendo unos quejidos y maldiciones por su pierna ulcerada.
El adolescente le miraba extrañado e incómodo.
Nadie le había hablado así, tan directo y claro. Nadie.
Volvió la mirada al kiosco, buscando con su mirada las personas que lo atendían y suspiró.
El anciano - antes de abandonar el recinto hospitalario - le golpeó suavemente con su bastón en el hombro derecho y le dijo:
¡Piénsalo bien!
¡Adiós!

¡Vamos Francisco! ¡Toma! - irrumpió su tía apurada.-
¡Apura que la micro está por subir!
Francisco su incorporó de su asiento y se alejó con su tía con una bebida y un sandwich de queso caliente en sus manos.

Dio una última mirada al kiosco.
Suspiró y se alejó pensativo y soñador.

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